Andrea Buenavista ha llegado dispuesta a hacerte llorar a través de unos auriculares enredados, en el metro o en un Alsa a media noche. Pero también ha venido para gustar y hacer reír a todas las madres de cada lado del océano. Andrea Buenavista se presenta como una suerte de crooner, de las que susurran con despreocupación y voz grave sobre amor, despecho, corazones más vacíos que la despensa de una casa de verano durante el invierno, mentiras y todas esas  situaciones cómicas que, vistas con distancia prudencial, brinda la amargura (como claman las folclóricas).

La donostiarra juega a ponerse al mismo tiempo en la piel de María Jiménez y de Mink DeVille con éxito y sin despeinarse. Armada con una guitarra española, lo mismo se arranca por una ranchera que al estilo de una cantautora rockera de los años 70. Las modas y excentricidades no son para ella. Pasa de artificios y de los empoderamientos fingidos del mainstream, un territorio donde Shakiras y Nathy Pelusos parecen no permitirse verse afectadas por nada. Andrea Buenavista vindica, pues, a través de sus textos su propia vulnerabilidad y lo cotidiano, desde esa chulería que sólo se contagia en bares de raciones a los hijos adoptivos de Madrid.

Aunque lo más probable, eso sí, es que no veas el momento en que quieras que te suelte, porque entonces no sabrás a dónde ir.